Esbocé el tema en un artículo de El Tiempo de Cuyo, preparado para el 25 de Mayo de 1960. El ciento cincuenta aniversario de la revolución me sorprendía al terminar la clasificación del material reunido para la redacción de una historia argentina y abocarme a la época comprendida entre Caseros y nuestro tiempo. Labor de tres lustros, en la que el repaso continuo de las carpetas organizadas para cada año fue dejando en mi memoria el acopio de datos suficientes para que las conclusiones se desprendieran espontáneamente, como la fruta madura cae del árbol después de florecido. En varios artículos periodísticos y reportajes de radio expresé mi opinión sobre el 25 de Mayo, como una empresa comenzada en 1810, en cuyo examen interesaba más la apreciación de sus resultados, que el juicio de valor acerca de sus próceres.
Yo había expuesto mi criterio en el libro sobre Tomás de Anchorena, o la emancipación a la luz de la circunstancia histórica. En esa obra había interrumpido el análisis al morir el protagonista, en 1847. Y aunque en un Epílogo adelantara opiniones sobre la evolución posterior, en 1950 no tenía sobre ésta el conocimiento pormenorizado de los hechos que alcancé en los tres lustros siguientes. Esta circunstancia, coincidiendo con las vicisitudes de la interminable (y al parecer insoluble) crisis que atravesamos, me sugirió la idea de establecer este Balance de siglo y medio que ofrezco al público.
Decía Groussac (creo que en su libro sobre el Don Quijote de Avellaneda) que los cervantistas rancios abrían la boca para mejor cerrar los ojos a los lunares de la obra maestra. Actitud muy común ante los próceres. Si los nuestros nos hubieran legado un imperio preponderante en el mundo, tal vez no correspondiera otra cosa que cantar sus alabanzas. Pero como ello no ocurrió, debemos preguntarnos ante cada estatua: ¿cuál fue el resultado positivo de la acción desarrollada en vida por el hombre que honramos en ese bronce?, ¿qué enseñanza nos dejó?, ¿cómo se combina su aporte a la obra común de las generaciones con los de quienes le precedieron y le seguirán?
Preguntas ineludibles. Pues los países se gobiernan mejor que por obra de las grandes personalidades, por la operación de un sistema de política nacional elaborado en el curso de los siglos por la acumulación de los aciertos y el descarte de los errores de todos. Guardo entre mis carpetas todo un voluminoso libro sobre la experiencia más ilustrativa de los tiempos modernos para mostrar cómo se forma un sistema de política nacional: el imperio británico desde Chatham hasta Carlos Fox. Muestro allí hasta qué punto es decisiva la influencia del espíritu sobre los factores materiales, pero asimismo cómo en los hombres de acción suele ser menos fecundo el profetismo intelectual que la capacidad de comprender el sentido de la propia experiencia, una vez que ésta se ha concretado en una acción feliz. Enseñanza parecida resulta de la historia americana, cuyo paralelo con la nuestra sigo en todas mis investigaciones históricas, según el método de Mateo Arnold, de apreciar cualquier poesía por el cotejo de la que se tiene a la vista con los grandes modelos de la historia literaria. Y por cierto que las circunstancias iniciales de la República del Norte son comparables con las nuestras.
Este libro aspira ante todo a desentrañar las vicisitudes que estorbaron la formación de un buen sistema de política nacional, que encauzase las voluntades individuales, aprovechando la capacidad de los mejores e impidiendo el daño que pudiese ocasionar el encumbramiento de los mediocres, o de los peores; en segundo término a puntualizar el desaprovechamiento de las enseñanzas dejadas por las acciones positivas del país y el fracaso de muchos dirigentes talentosos y despiertos a la comprensión de los errores cometidos en el curso de la evolución nacional; y por último el lamentable y necesario recuerdo de las circunstancias que contribuyeron a la formación de una política antinacional, que corrompe a los buenos e impide la redención de los malos.
El régimen del interés privilegiado extranjero que actúa entre nosotros como superestado, se organizó en los últimos treinta años a favor de los tremendos errores de conducción cometidos por todos los gobernantes. Un país que en un mundo en bancarrota se despoja de la mitad de su oro para pagar deuda externa; que se compromete por el pacto Roca-Runciman a impedir que sus habitantes persigan fines de lucro privado en la elaboración de su principal materia prima (la carne); que deja manejar casi todo su comercios de exportación por los extranjeros; que despoja a los inventores de la mayor novedad en materia de transporte urbano (el colectivo) para mostrar benevolencia al capital extranjero; que prorroga la concesión de la C.A.D.E.; que arruina su moneda para evitarle a Gran Bretaña el pago de nuestros suministros de guerra; que no sabe compensar ventajosamente sus deudas con sus créditos; que malamente lograda dicha compensación por influencia de Norte América sobre Inglaterra, se entrampa en dos años por una suma próxima a la deuda externa contraída en más de un siglo; que entrega la extracción de su petróleo, a un precio mayor que el importado, al extranjero, cuando Y.P.F. tenía ya exploradas y cubicadas la mayoría de las reservas nacionales, es un país que merece los males que sufre. ¿Cómo no va a estar en bancarrota con semejante conducción nacional?
Mientras no se dé la importancia que tiene a este problema, y no se lo haga conocer al pueblo, el pueblo no podrá desenmascarar a los demagogos, ni restarles su apoyo, ni apartarse de ídolos fracasados, ni acompañar a resolver la crisis nacional. La responsabilidad sobre todo de los órganos de información —que paradójicamente tanto se quejan de los opresores— es inmensa, y mucho mayor que la de los electores, carentes de la completa información que ellos les niegan. Una democracia, como por otra parte cualquier régimen de gobierno, no es buena por sí misma y en sí misma, sino de acuerdo con la ilustración del pueblo que en ella vive. No ilustración iluminística, de conocer el alfabeto o poder leer los diarios, ni siquiera de ser docto o sabio en elevadas disciplinas intelectuales, sino de conocer, aun siendo analfabeto, los intereses concretos del país, tener voluntad de progreso, querer la libertad y estar dispuesto a defenderla porque se palpan sus beneficios.
Que el pueblo argentino se manejaría bien en la política si estuviera informado, lo prueba el empuje de su espíritu en las actividades más altas, cuando se le ha dado acceso a los conocimientos previos indispensables para adquirir capacitación. Tenemos altísimos poetas como los mejores del mundo, cuya falta de celebridad mundial se debe al escaso peso de nuestro país en la balanza del poder; prosistas, pintores, músicos, arquitectos eximios, disminuidos en la misma forma ante sus colegas extranjeros; técnicos que empiezan a ser solicitados por las grandes naciones industriales, y una mano de obra eficientísima que asombra a los técnicos extranjeros por su capacidad y su inventiva; campeones en los deportes y juegos, que muestran la fibra del temperamento nacional. ¿Cómo es posible que un pueblo tan bien dotado ofrezca el espectáculo que tenemos a la vista, de multitudes extraviadas por mandones ordenancistas, ideólogos trasnochados y sistemas totalitarios en bancarrota, que se resignan a vivir en crisis permanente, cuando los pueblos europeos azotados por la guerra disfrutan nueva era de floreciente prosperidad? No puede ser sino porque desde su iniciación en la vida independiente, si bien tuvo héroes incomparables, le faltaron los mentores equilibrados, los verdaderos maestros políticos, capaces de orientar a un Estado naciente en el comienzo de su carrera. Compárese El Federalista, clásico de la ciencia política mundial, con Facundo o Bases, y se tendrá la explicación del fenómeno. Los dirigentes formados por Sarmiento y Alberdi, responsables de la tradición que prevalece en el país, no podían recibir de aquellos maestros, ni de sus obras ni de sus vidas, la enseñanza necesaria para tener fe en el país y voluntad de engrandecerlo. Y así, luego de guiarse durante un siglo por la ilusión de lo perfecto en el papel, trayéndolo al caos en que se debate hace treinta y cinco años, insisten en pagarse de palabras y en descuidar los hechos. Con esta diferencia, de que si hace un siglo se guiaron por un liberalismo teórico, hoy se han plegado a un totalitarismo menos teórico, que acaba de sufrir en el país un fracaso experimental, con la tiranía derrocada. Así, mientras los maestros argentinos en las letras y las artes siguen inspirando a Sucesores dignos de ellos, cuyo afán de superación se manifiesta en cada generación, los maestros de la política argentina siguen formando discípulos cada vez peores. Y el pueblo sufre las consecuencias.
La falta de información resultante del iluminismo vacío que prevalece, es lo que permite que las multitudes extraviadas por falsos dirigentes se conformen con un nivel de vida inferior en un 50 % ó 70 %, según los casos, al de cualquier país civilizado; se resignen a andar en sulky los campesinos, en motonetas, bicicletas o en automotores de veinte años los ciudadanos, y a que les cobren por cualquier auto nuevo varias veces su valor; a que sus bienes, mercaderías o servicios se malvendan por el envilecimiento de los precios de la exportación. El puchero barato, de que se enorgullece el argentino medio, es el engañabobos con que se mantiene a bajísimo nivel el precio de nuestros productos, mientras los demagogos piden para los obreros aumentos de salarios que no son sino baratijas, para ilusionarlos y ocultarles la colosal estafa de que se los hace objeto por medio de la inflación. Al punto de que uno de los dirigentes obreros que habló en la Casa de Gobierno, defendió el instrumento de esa expoliación, que sufren sus mismos representados, aunque menos que las clases con entrada fija.
El país está en liquidación por medio de la inflación y la economía dirigida. Cada argentino, propietario, industrial, comerciante, obrero, que vende un producto de exportación o el esfuerzo que sirvió para fabricarlo y distribuirlo, pierde más de un 50 % de lo que debería cobrar. Ahora bien, la inflación que cada vez nos descapitaliza más es inevitable, mientras no se libere la economía de las regulaciones totalitarias y no se reestructure el comercio exterior. Si por el contralor del cambio, el campesino debe vender sus productos con un quebranto del 50 % o el 100 %, según sea agricultor o ganadero, no podrá pagar réditos, ni el Estado equilibrar su presupuesto y desgravar la producción, medida esta última que es la primera que toman los gobiernos enfrentados por crisis como la que atravesamos.
Esta situación, que en lo económico no ha variado de Perón acá, en nada fundamental sino para empeorar según el ritmo de la inflación, que por otra parte es en todos los países uniformemente acelerado, como el de una rueda en la pendiente al abismo; además este fenómeno que merecía ocres censuras de los opositores, ahora irresponsablemente se idealiza. Los que antes denunciaban la inferioridad del dictador depuesto, porque no tenía otro medio de gobierno que las promesas de aumento de sueldos y salarios, lo repiten al pie de la letra, en lugar de ilustrar a los obreros sobre la estafa que se les hace al concedérselos a expensas de la baja de la moneda, que aumentará el costo real de la vida. Los que reconocían que la intervención estatal en el comercio de las cosechas había reducido la producción agraria, quieren aumentar el intervencionismo. Y la reforma agraria es el slogan más a la moda en la mayoría de los partidos. ¿No advierten que un paso más en esa dirección desquiciará el campo? La reforma agraria de Perón fue la más avanzada. Pues la congelación de los arrendamientos equivalió a una confiscación, perdiendo los propietarios la mitad de sus capitales al vender campos ocupados. ¿Qué sistema de entrega de la tierra a los que la trabajan puede ir más lejos? Pero ahora, como en tiempos del dictador, si el campo está en bancarrota porque sus productos se malvenden a precios viles, ¿de qué le servirá al productor halagado con la reforma?
Para superar a Perón en esa demagogia deletérea tendrían que llegar al comunismo y las granjas colectivas, cuando los países de detrás de la Cortina de Hierro las están abandonando. ¿Pero no comprenden que el campo es lo único que no puede ser colectivizado? La reforma que más se preconiza dejaría al país no sólo sin dólares, como ahora por el malbaratamiento de las exportaciones agropecuarias, sino también sin alimentos. ¿Qué mucho? Si antes de llegar a ella, mucha gente ya no se puede pagar ni la carne ni el pan en el país mejor dotado para la producción de vacas y trigo.
Por el juego combinado de la inflación y el malbaratamiento de las exportaciones, el pueblo argentino está sometido al régimen de explotación más inicua que se conozca en el mundo contemporáneo, con excepción de los que gimen bajo la dominación comunista. Cuando todo el occidente de Europa y los Estados Unidos han acendrado su capitalismo, al punto de que los mayores capitales tributan hasta el 80 % de sus rentas; cuando los países africanos y asiáticos se han sacudido el yugo colonial, la Argentina es el paraíso de los pseudoinversores extranjeros, quienes en complicidad con la clase gobernante esfuman su ingente riqueza y la exportan como ganancia legítima. Mientras los argentinos gemimos bajo los impuestos más elevados que gravan por igual al pequeño productor que al gran terrateniente, en escala siempre creciente debido a la inflación, los extranjeros que manejan las principales fuentes de producción, o están exentos de gravámenes o trampean el pago de réditos, y remesan sus entradas al exterior. A esta evasión de capitales usuarios se une la del dinero arraigado en el país que trata de escapar a la bancarrota nacional…
Lo que antes Perón hacía por medio de las diferencias de cambio, quedándose con la mitad del fruto del esfuerzo argentino (comprando el cereal al precio de siete pesos el dólar, y vendiéndolo al de catorce pesos el dólar), lo hicieron sus sucesores, abrumando al productor con recargos de importación y gravámenes del ciento por ciento sobre todos los elementos indispensables a la mecanización del agro. Y los últimos representantes del sistema agravaron la situación, reponiendo en vigor las diferencias de cambio, sin aliviar las otras cargas. Los mismos técnicos envejecidos en asesorar las idioteces que nos trajeron a la situación en que nos debatimos, son escuchados para orientarnos hacia la salida de la crisis.
Es con poca esperanza, pero sin desaliento, que ofrezco a mis conciudadanos este aporte a la discusión política de sus problemas esenciales.
Julio Irazusta