¿Qué nos queda para manifestar las emociones más intensas si las “malas palabras” dejan de serlo y se vuelven “buenas”?
En los tiempos actuales, nos encontramos en un dilema. Incluso los presidentes se regodean permanentemente en decir esas palabras que antes estaban prohibidas y que solían utilizarse en momentos extraordinarios para dejar una marca profunda y disruptiva en una determinada situación.
Anteriormente, las palabras que salían de lo prohibido solían estar cargadas de fuego volcánico o teñidas de elementos escatológicos y sexuales, lo que permitía cierto tipo de descarga o incremento en el vigor en situaciones difíciles.
Es indudable que estas palabras pueden resultar violentas cuando se utilizan de manera permanente para el agravio o el ataque. Sin embargo, cuando se utilizan como una forma de expresar un estado de ánimo, su efecto no es tan dañino si se utilizan de manera sabia. Como bien decía Fontanarrosa, “las malas palabras reflejan una expresividad y una fuerza que difícilmente las haga intrascendentes”.
Hace años que la frontera entre las palabras “buenas” y “malas” se ha ido diluyendo. De hecho, los extranjeros suelen sorprenderse por el uso frecuente de la palabra “boludo” en Argentina. Es comprensible que les cause extrañeza, ya que en otros países hispanoparlantes no es común que los habitantes se llamen “tonto” (o algo peor) entre sí. ¿Será esto indicativo de una baja autoestima en nuestro pueblo?
La existencia de lo extraordinario le da espesor a la vida. Lo cotidiano y permitido se ve sazonado de vez en cuando con algo que llama la atención y nos hace pensar “esto no sucede todos los días”.
El arte, por ejemplo, busca señalar aquello que va más allá del ritmo monótono de la vida cotidiana. El teatro, la escultura y otras manifestaciones artísticas traen elementos desde los rincones más profundos de la vida que le agregan sabor y sentido al día a día.
Guardando las diferencias, lo mismo sucede con las malas palabras. Fueron creadas para existir en un lugar vedado y emerger de vez en cuando para luego volver a su sitio. Su desarrollo se asemeja al de la sexualidad: reprimida hasta el punto de asfixia en su momento, luego emerge en forma rebelde para liberar su enorme fuerza y finalmente languidece y pierde su brillo al ser utilizada en exceso. Las “palabrotas”, al formar parte de nuestra rutina diaria, van perdiendo su fuerza expresiva y degradan la expresividad de quien las utiliza de manera abusiva.
Estas palabras podían utilizarse o no, pero el mero hecho de saber que existían y poder contar con ellas en momentos de sobrecarga emocional era reconfortante, casi como tener un fusible disponible en caso de emergencia.
Casos extraordinarios
Tal vez debido a la normalización excesiva de estas palabras que antes eran consideradas malditas, ahora se denomina “ordinario” a quien las utiliza de manera permanente. Aquello que estaba reservado para momentos extraordinarios se ha vuelto parte de nuestra vida diaria, lo cual nos lleva a buscar nuevas “malas palabras” para que el efecto de catarsis que generan no se diluya y se convierta en un simple hábito.
También es cierto que, si debemos recurrir constantemente a estas palabras por causa de situaciones estresantes o si tenemos que enfrentar tensiones constantes, sería pertinente reflexionar sobre lo que provoca el fuego o lo que genera la tensión, tanto en la sociedad como a nivel personal.
Como mencionamos anteriormente, las malas palabras cumplen una función valiosa, independientemente de si se utilizan o no. Criticar su uso naturalizado y permanente, como está sucediendo actualmente, no busca restaurar viejas represiones del lenguaje, sino comprender la importancia de diferenciar entre lo cotidiano y permitido, y aquel territorio donde habita la energía cruda y primaria de la vida emocional que se expresa a través de las malas palabras.
Si no se establece esta diferencia, la dimensión sanadora del lenguaje crudo de estas palabras especiales se pierde al naturalizarlas en exceso o al utilizarlas únicamente desde su versión más degradada y dañina, que es la del insulto.
Cada individuo sabrá cuándo maldecir y, dependiendo de cómo lo haga, sabrá si está en el camino correcto o no a la hora de liberar su enojo e indignación. Siguiendo las palabras de Fontanarrosa, estas palabras, para las cuales el escritor y humorista pedía una amnistía, merecen tener su lugar sin perder su esencia.
Sin ellas, sería mucho más difícil liberar emociones intensas que, en ciertas circunstancias, solo pueden ser liberadas a través de una expresión contundente, por más incorrecto que parezca a primera vista.