El ferrocarril es una de las invenciones más trascendentales de la humanidad. La aplicación de la fuerza expansiva del vapor a una máquina móvil que circula sobre un camino artificial, constituido por dos carriles de acero, es el punto de partida de una era en que el hombre pone a su servicio a los elementos inorgánicos para constituir fuerzas cooperadoras de su actividad en su incansable voluntad de dominio.
Hasta la invención del ferrocarril, todas las civilizaciones, aun aquellas que alcanzaron un insuperable grado de elevación intelectual y estética, se desplazan sobre la tierra firme con la ayuda de la tracción animal. La velocidad y la capacidad de transporte es la velocidad y el poder del cuadrúpedo que predominantemente usa: el caballo, el camello, la llama.
El ferrocarril dio a la sociedad humana un instrumento de circulación y de transporte de una velocidad y de una capacidad tan amplia, que alteró las relaciones establecidas por los factores geográficos. Una línea férrea es hoy tan importante para el comercio como una vía de agua navegable. Las zonas mediterráneas se acercaron al mar por la estrecha senda de los carriles paralelos. Las estaciones ferroviarias crearon vida en torno con la misma fuerza progenitura de un puerto de aguas mansas. Las clásicas vías marítimas se alteraron y modificaron, porque las cuencas ferroviarias volcaron a los nuevos puertos las vírgenes riquezas de inmensas regiones que vivían apartadas del tráfico mundial por la carencia o dificultad de las comunicaciones.
Posiblemente, el ferrocarril caracterizará con su nombre a esta época, de la humanidad que dio comienzos en los albores del siglo pasado y cuyos más intensos días estamos viviendo. Un siglo y medio después de su invención y su difusión, el ferrocarril no ha sido aún sustituido por medio de transporte alguno. Ni el automotor ni el avión han disminuido la importancia fundamental del ferrocarril. Por los dos carriles de acero prosiguen desagotándose los productos de los valles y de las planicies mediterráneas, y por ellos continúan fluyendo las olas más vivas y caudalosas del tráfico comercial. El avión y el automotor son instrumentos complementarios de la actividad ferroviaria. La nervadura ferroviaria de una nación es la estructura básica de sus trasvasamientos internos y de sus intercambios con el exterior. Solamente un río navegable tiene una capacidad de transporte equivalente a una línea férrea.
En el transcurso de este siglo y medio transcurrido, el ferrocarril dio vida a extensas regiones del planeta. Pobló zonas desérticas. Asimiló a la armonía internacional a pueblos que estaban aislados en hoyos geográficos, difícilmente alcanzables. Fomentó la emigración de los países superpoblados y llevó los halagos de la civilización a los pueblos que estaban encerrados en arisco recelo hacia lo extranjero.
Pero, como toda creación humana, el ferrocarril tuvo su reverso antipático y pernicioso. Fue un pérfido instrumento de dominación y de sojuzgamiento de una eficacia sólo comparable con la sutileza casi indenunciable de su acción. Los pueblos que acercaba al tráfico internacional o los que creaba con su posibilidad de comercio iban quedando encadenados a la voluntad omnímoda de los mismos ferrocarriles. El ferrocarril engendraba pueblos con grilletes, y la malla ferroviaria se asentaba sobre los países nuevos para inmovilizarlos y ofrecerlos inermes a la codicia de los financieros que habían creado ese mismo ferrocarril, en la misma manera que en la arena romana el débil reciario inmovilizaba para ultimarlo al poderoso gladiador.
El ferrocarril fue el mecanismo esencial de esa política de dominación mansa y de explotación sutil que se ha llamado imperialismo económico.
Durante casi un siglo, nuestro país estuvo envuelto en esa red de opresión impalpable pero extenuante, de actuación invisible, pero agotadora. Y tan íntimamente adherida a nuestro suelo estaba la red ferroviaria y tan ofuscada la inteligencia y enervado el espíritu de las clases dirigentes, que parecía que nuestra nación no podría manumitirse jamás de esa extraña tiranía.
Para lograr el alto grado de madurez nacional que la nacionalización de los ferrocarriles significa, ha sido indispensable que se movilizaran las energías de reserva del país: que tenaces denunciadores ilustraran a la opinión sobre las nocivas influencias del ferrocarril extranjero y que el pueblo en masa se alzara para reivindicar sus derechos a la libre conducción de su destino.
La nacionalización de los ferrocarriles extranjeros establecidos en la República Argentina cierra un ciclo evolutivo de la organización nacional, da fin a un período de independencia nominal y abre inconmensurables horizontes al destino histórico de los argentinos.
Quizás en pocas regiones del mundo el ferrocarril ha sido un elemento tan indispensable para el desarrollo de la vida colectiva como lo fue en la República Argentina. La extensión más fértil de la República está constituida por una planicie cuyo suelo no contiene ningún material pétreo. Las lluvias que la fecundan, al mismo tiempo transforman sus caminos en intransitables ríos inmóviles de fango. A tal punto las comunicaciones eran dificultosas, que el comercio principal de las provincias andinas prefería volcarse hacia Chile, aunque para ello había de transponer la Cordillera de los Andes. El macizo andino era un obstáculo menor que la travesía de las pampas.
“Una de las más premiosas obligaciones del Gobierno Nacional es dotar a la Confederación de vías públicas que activen el comercio de unas provincias con otras, den valor a la producción, faciliten la población del territorio y contribuyan a realizar la constitución política que se ha dado”, decía con toda razón el general Urquiza en el decreto del 5 de setiembre de 1854, en que se encomendaba al ingeniero Allan Campbell el estudio de la línea de Rosario a Córdoba.
Desgraciadamente, las líneas férreas no fueron tendidas con el criterio de equilibrio y unificación nacional que enuncia Urquiza en su decreto. Las líneas fueron trazadas con un sentido ajeno a las conveniencias nacionales, porque su estudio, planeamiento y financiación fueron ofrecidos a los extranjeros por razones ajenas a la política ferroviaria y a la capacidad financiera de la República.
Con el correr de los años y el aumento de la riqueza, fue acrecentándose y extendiéndose, hasta constituirse en un poder dotado de armas más eficaces que el mismo gobierno nacional.
El ferrocarril extranjero extendió el área comercialmente cultivable con cereales y el perímetro de las praderas aprovechables para la cría del ganado, pero impidió sistemáticamente el comercio interior y las industrializaciones locales. El ferrocarril fue el arma primordial de que se valieron los extranjeros para sofocar todo progreso que de alguna manera pudiera hacer vacilar su hegemonía. Fueron, los nuestros, ferrocarriles coloniales destinados a mantenemos en la rutina sin salida del primitivismo agropecuario. Tal es la triste consecuencia que se deduce de nuestra historia ferroviaria, y tal fue la misión para la cual fueron construidos.
El poder financiero interno de las empresas ferroviarias, es decir, la suma de caudales que anualmente manejaban, ha sido apenas ligeramente inferior a los caudales de que disponían los gobiernos. A continuación transcribimos las cifras oficiales que insertan las “Estadísticas de los ferrocarriles en explotación” y las “memorias de la Contaduría General de la Nación”, correspondientes a esos años:
Años Entradas brutas de los ………..Rentas generales de la
……..ferrocarriles en pesos m/s. ……Nación en pesos m/s.
1890 26.049.042 29.143.767
1901 43.868.035 65.046.903
1913 140.113.204 163.190.907
1914 115.107.179 124.163.781
1915 124.216.399 111.387.199
1918 129.517.972 112.236.339
1917 118.502.508 111.918.071
1918 169.638.288 145.155.886
1919 195.566.953 180.921.556
1920 218.485.374 228.402.483
1921 200.583.793 205,042.382
1922 210.396.986 203.839.240
1923 234.378.106 241.701.364
1924 263.181.493 250.385.976
1925 250.680.363 291.510.498
1928 262,059.655 281.686.048
1927 285.865.001 299.813.416
1928 289.619.581 319.284.671
1929 287.527.550 325.342.942
El cotejo de ambas series de cifras no es de por sí suficiente para dar al lector una idea aproximada del extraordinario poder que podían poner en juego los ferrocarriles, porque es indiscutible subrayar, todavía, que los fondos que la Nación percibe están rigurosamente controlados en su percepción y en su destino por oficinas contabilizadoras y sindicadas por la oposición parlamentaria.
Los fondos que los ferrocarriles extraían anualmente de la economía argentina carecían de todo control y fiscalización, tanto en su percepción como en su inversión; por eso el poder de corrupción de los ferrocarriles era prácticamente inconmensurable.
El control que el Departamento de Ingenieros, al principio, y la Dirección General de Ferrocarriles ejercían aparentemente sobre las empresas ferroviarias, era completamente ilusorio y, en fondo, una elegante manera de disimular la absoluta impunidad práctica con que actuaban los ferrocarriles.
Por otra parte, las empresas ferroviarias acusaban de inconstitucional cualquier tentativa de fiscalización. “Cualquier medida coercitiva para conseguir la reducción de una o varias tarifas vigentes, sería inconstitucional, como que atentaría contra el derecho de propiedad…”, escribía el doctor Ramón Videla, jefe del Departamento Legal del Ferrocarril Pacífico. Esta inusitada doctrina obtenía poco después la aprobación sin recurso del más alto tribunal de justicia. Como un eco, la Suprema Corte diría: “Los derechos, emergentes de una concesión de uso sobre un bien de dominio público (derecho a una sepultura), o de las que reconocen como causa una delegación de la autoridad del Estado en favor de particulares (empresas de ferrocarriles, tranvías, luz eléctrica, teléfonos, explotación de canales, puertos, etc.) se encuentran tan protegidos por las garantías consagradas en los artículos 14 y 17 de la Constitución como pudiera estarlo el titular de un derecho real de dominio”. Folios: Tomo 255, pág. 407).
La voracidad insaciable de las empresas privadas sólo estaba limitada por la capacidad de producción del país y por su propia capacidad para absorber con dignidad financiera los rendimientos de tan pródiga actividad. El ingeniero Pablo Nongués, al declarar en julio de 1928, ante la Comisión de Asuntos Ferroviarios, recuerda que él fue diez años Director General de Ferrocarriles y asegura candorosamente que las empresas son las mejores fiscalizadoras de sí mismas. Dice textualmente: “La cuenta capital invertido es contraloreada por las mismas empresas, interesadas en hacer con eficacia ese mismo contralor para no ser víctimas de defraudaciones por parte de quienes tienen a su cargo la construcción de las líneas. En ese contralor do las empresas tiene el Estado la mayor seguridad de que los dineros se invierten debidamente-..”-
“La experiencia demuestra que no es posible dejar a los ferrocarriles sin ningún contralor —decía en 1903 el presidente de los Estados Unidos, Teodoro Roosevelt—. La falta de contralor es fértil en abusos de toda especie y sirve de estímulo a astucias y fraudes sin piedad y sin escrúpulos en su administración”. Las consecuencias de la falla de contralor de los ferrocarriles son aún mas graves que las que pueden deducirse de las palabras de Teodoro Roosevelt. En un país joven, como el nuestro, la existencia de estas empresas ferroviarias, dotadas de tantos medios de acción, presentan un dilema, del que no es posible escapar; o bien el país domina a sus ferrocarriles, o bien los ferrocarriles dominan al país. Esto último es lo que, desgraciadamente, ocurría entre nosotros. La administración pública, los partidos políticos, la justicia, el periodismo, todo lo que una sociedad tiene de más representativo y resistente, está infestado por el virus ferroviario. La vida económica de la Nación en que esos factores influyen decisivamente se desarrollaba en total subordinación de los intereses ferroviarios. Unos pocos ejemplos bastarían para demostrarlo.
La República Argentina tiene casi cuatro mil kilómetros de costa fluvial y marítima, pero, por imperio de la conveniencia ferroviaria, la República, desde el punto de vista del comercio internacional, era un país mediterráneo. Los posibles puertos habían sido soslayados por las vías férreas, y la materia exportable había de ser embarcada en los diques de Buenos Aires. La Nación gastó más de 30 millones en construir un puerto de aguas profundas en Mar del Plata, pero este puerto quedó aislado, porque jamás las empresas le dieron acceso ferroviario. Los cereales y las carnes que se producen en esa próspera zona, han de recorrer 450 kilómetros para ser embarcados en Buenos Aires.
La voluntad del Ferrocarril Sud pudo más que la voluntad de la Nación.
Otro ejemplo relevante de la dominación ferroviaria son las dos leyes llamadas de “coordinación nacional”, que las empresas ferroviarias hicieron votar, en 1935 y 1936, con el objeto sofocar y eliminar, en lo posible, la competencia del transporte automotor que hacía vacilar su imperio. El destacado dirigente ferroviario sir J. Montague Eddy declaraba que “la situación de los ferrocarriles es de verdadera gravedad, pues han perdido el monopolio de los transportes”. (“La Nación”, 24 de abril de 1935.)
Esas leyes fueron impopulares desde el primer momento. Instintivamente el país comprendía que el transporte automotor era entonces la única posibilidad de atenuar la coacción ferroviaria dirigida a mantenerla en el atraso de la monocultura. El transporte automotor no tenía política, no obedecía a planes antinacionales. Iba y venía donde se presentaba una posibilidad de ganancia directa, y por eso fomentaba el comercio interno, creaba actividades nuevas, incrementaba los intercambios de corta distancia.
El dinero ferroviario corrió a raudales para doblegar a los pocos hombres y a las pocas entidades representativas que no estaban en su radio de acción permanente. El escándalo trascendió. La voluntad popular de oposición a esos proyectos se filtró por todos los resquicios posibles. Hasta las instituciones armadas hicieron oír su voz contraria a esos lesivos proyectos. Pero el régimen oligárquico no podía desobedecer a la voz de mando de los ferrocarriles, y las leyes fueron sancionadas, a pesar de las graves denuncias que algunos parlamentarios honrados formularon en el Congreso.
Nos hemos referido a la política ferroviaria, mantenida implacablemente durante más de ochenta años. Esa política es fácil de resumir: tráfico descendente de materia prima hacia los puertos; tráfico ascendente de manufactura desde los puertos hacia el interior. El mantenimiento de esa línea de conducta por parte de las empresas ferroviarias se tradujo no solamente en la imposibilidad de crear industrias y manufacturas en el interior de la República, sino en la aniquilación de industrias y manufacturas vernáculas que existían antes del tendido de las vías férreas. Hasta hace poco tiempo, las palabras que en 1891 pronunció el diputado Osvaldo Magnasco, reflejaban una triste verdad argentina. Decía el Dr. Magnasco: “Aquí están los representantes de todas las provincias argentinas que experimentalmente han podido verificar con sus propios ojos el cúmulo de pérdidas, de reclamos, de dificultades y de abusos producidos por las empresas ferroviarias, que en nuestra candorosa inexperiencia creíamos factores seguros de bienestar general. Allí están las provincias de Cuyo, víctimas de tarifas restrictivas, de fletes imposibles, de imposiciones insolentes, de irritantes excepciones, porque el monto de los fletes es mucho mayor que el valor de sus vinos, de sus pastos, de sus carnes. Allí están Jujuy y Mendoza, sobre todo la primera, empeñada desde hace 17 años en la tentativa de explotación de una de sus fuentes más ricas de producción: sus petróleos nacionales. No bien llega a oídos de la empresa del ferrocarril la exportación de una pequeña partida, se alza inmediatamente la tarifa, se alza como un espectro, y se alza tanto, que el desfallecimiento tiene que invadir el corazón del industrial más fuerte y emprendedor.”
“En lo que se ha dado en llamar el granero de la República, en el corazón de la región del trigo, están cerrando sus puertas los establecimientos industriales hasta ayer más prósperos, más fuertes e importantes”, exclamará en 1909 el diputado Celestino Pera. “Se están clausurando las usinas, los talleres y depósitos de una de las industrias madres del país. ¿Por culpa de quiénes? Los interesados lo dicen claramente. No hay trabajo ni es posible que lo haya sin ir a la quiebra o al desastre a causa del exceso de flete de las empresas ferroviarias que no nos permiten trabajar sin arruinarnos.”
“Todos los ferrocarriles en cierta medida y cada uno a su tiempo han sido despobladores”, dirá el diputado Alejandro Gancedo en 1922. “En Santiago del Estero los ferrocarriles hicieron desaparecer centros florecientes de actividad comercial como Villa Loreto, Atamisqui, Mailín, Salavina, etc., núcleos de cultura importantes que hoy muestran las ruinas de sus viejas casas junto a las plazas donde las bestias pastan. Y es que los ferrocarriles no se ocupan de fomentar la vida y la cultura, sino de obtener provechos y dividendos de cualquier manera.”
La nacionalización de los ferrocarriles extranjeros fue una idea largamente acariciada por la inspiración de los gobernantes argentinos. A ella se oponían todos los que de alguna manera hacían depender su prosperidad y bienandanza del quebranto general del país. Por otra parte, la dominación ferroviaria conectada con la dominación mercantil impedía que el país alcanzara su madurez financiera capaz de afrontar las enormes erogaciones exigidas por las expropiaciones. En julio de 1904, el general Boca decía en su mensaje a las Cámaras: “El Poder Ejecutivo antes de ahora ha tenido ocasión de exponer a V. H. su pensamiento respecto a la situación creada al país, por las concesiones, leyes y contratos que rigen a las empresas ferroviarias; y cada vez se afirma más en su creencia de que para salvar inconvenientes en el presente y peligros en el futuro, que no pueden corregirse ni “evitarse con leyes ni decretos, más de forma que de fondo, y de efectos más aparentes que reales, no existen sino dos procedimientos: la expropiación de las líneas ferroviarias matrices y el desarrollo de los Ferrocarriles del Estado. El primer procedimiento, de la expropiación, no es aplicable, por “ahora, entre otras causas, por lo enorme de su costo, porque no sería factible una operación de crédito semejante.”
Resumiendo, podemos afirmar que desde su organización, la República se desenvolvió ahogada por la malla de los ferrocarriles extranjeros, cuya nefasta influencia abarcaba todos los órdenes de la vida nacional y cuya política de represión contrariaba la natural voluntad de crecimiento y diversificación de las actividades económicas. Frente a la liberalidad de las concesiones originales que ni siquiera tenían plazo de caducidad, puesto que todas las concesiones ferroviarias lo son a perpetuidad, no cabía otra solución liberatoria que la expropiación de las empresas 1.
Raúl Scalabrini Ortíz