Para entonces Miss Polly Burton se había acostumbrado a su extraordinario vis-à-vis en el rincón[1].
Él siempre estaba allí cuando ella llegaba, en el mismo rincón, vestido con uno de esos extraordinarios trajes de mezclilla a cuadros; casi nunca decía los buenos días y, cuando ella aparecía, invariablemente él empezaba a juguetear, cada vez más nervioso, con un trozo de cuerda hecho jirones y enredado.
—¿Le interesó a usted alguna vez el asesinato en Regent’s Park? —le preguntó él un día.
Polly le respondió que había olvidado la mayor parte de los detalles relacionados con aquel curioso asesinato, pero que recordaba perfectamente el revuelo y alboroto que había causado en cierto sector de la sociedad londinense.
—Se refiere usted al círculo de las carreras de caballos y el juego —le dijo él—. Todas las personas implicadas, directa o indirectamente, en el asesinato eran del tipo llamado comúnmente «hombres de la alta sociedad» o «grandes vividores», mientras que el Harewood Club de Hanover Street, alrededor del cual se centró todo el escándalo relacionado con el asesinato, era uno de los clubes más elegantes de Londres.
Seguramente las actividades del Harewood Club, que era básicamente un club de juego, nunca habrían llamado la atención «oficialmente» de las autoridades policiales a no ser por el asesinato en Regent’s Park y las revelaciones que salieron a relucir a propósito de él.
Supongo que usted conoce la tranquila plaza situada entre Portland Place y Regent’s Park, que llaman Park Crescent en su extremo sur, y posteriormente Park Square East y Park Square West. Marylebone Road, con su tráfico pesado, cruza en línea recta la gran plaza separando sus preciosos jardines, los cuales se comunican a través de un túnel bajo la calle; y por supuesto debe usted recordar que la nueva estación de metro en la parte sur de la plaza todavía no había sido planeada.
La noche del seis de febrero de 1907 había mucha niebla, sin embargo Mr. Aaron Cohen, que vivía en el número treinta de Park Square South, a las dos de la mañana, después de meterse de manera definitiva en el bolsillo las abundantes ganancias que acababa de llevarse del tapete verde del Harewood Club, empezó a pasear solo de regreso a su casa. Una hora más tarde, el alboroto de un violento altercado en la calle despertó de su tranquilo sueño a la mayor parte de los vecinos de Park Square West. Durante uno o dos minutos se oyó la voz airada de un hombre que vociferaba con vehemencia, seguida inmediatamente de gritos desesperados de «Policía» y «Asesinato». Acto seguido se oyó el estampido doble sostenido de armas de fuego, y nada más.
La niebla era muy espesa y, como usted sin duda habrá experimentado, en esos casos es muy difícil localizar un sonido. No obstante, antes de que transcurriese un minuto o dos a lo sumo, el agente F 18, policía que dirigía el tráfico en la esquina de Marylebone Road, apareció en escena y, después de, en primer lugar, llamar con el silbato a cualquiera de sus compañeros de ronda, empezó a avanzar a tientas en la niebla, más desconcertado que ayudado eficazmente por las instrucciones contradictorias de los vecinos de las casas inmediatas, que casi se caían de las ventanas altas mientras gritaban al agente.
—En la verja, policía.
—En la parte más alta de la calle.
—No, la más baja.
—Fue a este lado de la acera, estoy seguro.
—No, en el otro.
Finalmente fue otro policía, F 22, el que, internándose en Park Square West desde el lado norte, casi tropezó con el cadáver de un hombre tendido en la acera con la cabeza contra la verja de la plaza. Para entonces una verdadera multitud de gente había bajado a la calle de sus diferentes casas, curiosos por enterarse de lo que había sucedido realmente.
El policía enfocó con la intensa luz de su linterna ciega el rostro del infortunado hombre.
—Parece que ha sido estrangulado, ¿no es cierto? —murmuró a su compañero.
Y le señaló la lengua hinchada, los ojos medio fuera de las cuencas, inyectados en sangre y congestionados, el color morado, casi negro, del rostro.
En aquel momento uno de los espectadores, más insensible a los horrores, escudriñó con curiosidad el rostro del hombre muerto y lanzó una exclamación de asombro.
—¡Pero si es Mr. Cohen, que vive en el número treinta!
La mención de un apellido conocido en toda la calle había provocado que dos o tres hombres avanzaran y examinasen con más atención la máscara horriblemente deformada del hombre asesinado.
—Es nuestro vecino de al lado, sin duda alguna —afirmó Mr. Ellison, un joven abogado, residente en el número treinta y uno.
—¿Qué demonios estaba haciendo en esta noche de niebla completamente solo, y a pie? —preguntó otro.
—Solía regresar a casa muy tarde. Supongo que pertenece a algún club de juego de la ciudad. Me imagino que no pudo conseguir un coche de alquiler que lo trajese hasta aquí. La verdad es que no sé mucho de él. Solo lo conocemos de saludarnos.
—¡Pobre diablo! Parece un caso de estrangulamiento para robar, al estilo antiguo.
—De todos modos, el vil asesino, quienquiera que sea, quería asegurarse de haber matado a su hombre —añadió el agente F 18, mientras recogía un objeto de la acera—. Aquí está el revólver, al que le faltan dos cartuchos. Caballeros, ¿oyeron ustedes la detonación hace unos instantes?
—Sin embargo, no parece haberle dado. El pobre tipo fue estrangulado, sin duda.
—Y trató de disparar a su asaltante, obviamente —afirmó el joven abogado con autoridad.
—Si logró alcanzar al bestia, podría haber alguna posibilidad de rastrear la dirección que tomó.
—Pero no con esta niebla.
Sin embargo, la aparición del inspector, el detective y el oficial médico pronto puso fin a otra discusión.
Llamaron al timbre del número treinta y pidieron a las criadas (las cuatro eran mujeres) que examinasen el cadáver.
Entre lágrimas de horror y gritos de miedo, todas reconocieron en el asesinado a su señor Mr. Aaron Cohen. Por lo tanto, lo llevaron a su habitación hasta que el juez de instrucción comenzase la investigación.
La policía tenía ante sí una tarea bastante difícil, debe usted admitir; había muy pocos indicios, y en un primer momento ninguna pista, literalmente.
La investigación no descubrió prácticamente nada. En el vecindario se sabía muy poco de Mr. Aaron Cohen y de sus negocios. Sus criadas ni siquiera sabían el nombre o paradero de los varios clubes que frecuentaba.
Tenía una oficina en Throgmorton Street y todos los días atendía sus negocios. Almorzaba en casa y a veces llevaba amigos para cenar. Cuando estaba solo invariablemente iba al club, en el que se quedaba hasta muy de madrugada.
La noche del asesinato había salido a eso de las nueve. Esa fue la última vez que sus criadas lo habían visto. Con respecto al revólver, las cuatro criadas juraron de forma concluyente que no lo habían visto antes, y que, a menos que Mr. Cohen lo hubiese comprado aquel mismo día, no pertenecía a su señor.
Aparte de eso, no se había encontrado ningún rastro del asesino; pero la mañana siguiente al crimen se halló un par de llaves unidas por una cadenita metálica cerca de una entrada en el otro extremo de la plaza, que daba directamente a Portland Place. Resultaron ser, la primera, la llave de Mr. Cohen, y la segunda, su llave de la verja de entrada a la plaza.
Por consiguiente se suponía que el asesino, tras haber llevado a cabo su funesto propósito y registrar los bolsillos de su víctima, había descubierto las llaves y se había escapado al introducirse en la plaza, cruzar por debajo del túnel, y volver a salir de la plaza por la otra entrada. Luego tuvo la precaución de no llevarse las llaves consigo, sino que las tiró y desapareció en la niebla.
El jurado dictó un veredicto de asesinato premeditado contra una o varias personas desconocidas, y la policía fue picada en su amor propio para que descubriera al osado asesino desconocido. El resultado de sus investigaciones, llevadas con maravillosa destreza por Mr. William Fisher, condujeron al sensacional arresto, como una semana después del crimen, de uno de los más elegantes jóvenes petimetres de Londres.
El caso instruido por Mr. Fisher en contra del acusado venía a decir en pocas palabras esto:
La noche del seis de febrero, poco después de medianoche, el juego en el Harewood Club de Hanover Square empezó a acalorarse bastante. Mr. Aaron Cohen jugaba a la ruleta con unos veinte o treinta amigos suyos, la mayoría jóvenes nada despabilados y llenos de dinero, y tenía la banca. «La banca» estaba ganando mucho, y al parecer era la tercera noche consecutiva en la que Mr. Aaron Cohen había vuelto a casa con varios centenares de libras más de las que tenía cuando empezó a jugar.
El joven John Ashley, hijo de un caballero de provincias muy rico que es M. F. H.[2] en alguna parte de las Midlands, estaba perdiendo mucho, y en su caso también parecía que era la tercera noche consecutiva en la que la fortuna le había vuelto la espalda.
Recuerde —continuó el hombre del rincón— que cuando le cuento todos estos detalles y datos le estoy dando el testimonio combinado de varios testigos, que llevó muchos días recoger y clasificar.
Por lo visto ese joven, Mr. Ashley, aunque muy popular en la alta sociedad, se creía comúnmente que estaba en lo que vulgarmente llaman «apuros»; se había endeudado hasta las cejas y temía muchísimo a su padre, de quien era el hijo menor, y que en una ocasión lo había amenazado con enviarlo a Australia con un billete de cinco libras en el bolsillo si volvía a invocar en exceso su paternal indulgencia.
A la totalidad de los numerosos compañeros de John Ashley les parecía evidente que el rico M. F. H. administraba el dinero con mano muy firme. El joven, que tenía el gusanillo de hacer un buen papel en los círculos en los que se movía, había recurrido frecuentemente a las diversas fortunas que de vez en cuando le sonreían en los tapetes verdes del Harewood Club.
Sea como fuere, el consenso general en el Club era que el joven Ashley había cambiado sus últimas veinticinco libras antes de sentarse para una jugada de ruleta con Aaron Cohen en aquella concreta noche del seis de febrero.
Parece que todos sus amigos, entre los cuales destacaba Mr. Walter Hatherell, hicieron todo lo posible para disuadirlo de medir su suerte con la de Cohen, que había tenido una racha inaudita de buena suerte. Pero el joven Ashley, acalorado por el vino, exasperado por su mala suerte, no prestaba atención a nadie; tiró encima de la mesa un billete de cinco libras tras otro, pidió prestado a los que se ofrecían, además de jugar de fiado durante algún tiempo. Finalmente, a la una y media de la mañana, después de una racha de diecinueve rojo, el joven se dio cuenta de que no le quedaba ni un penique en los bolsillos y que tenía una deuda…, una deuda de juego…, una deuda de honor de mil quinientas libras con Mr. Aaron Cohen.
Ahora bien, debemos rendir a este caballero tan difamado la justicia que le negaron persistentemente tanto la prensa como el público; todos los que estuvieron presentes afirmaron de forma concluyente que el propio Mr. Cohen trató reiteradamente de persuadir al joven Mr. Ashley de que abandonase el juego. En este asunto él mismo se encontraba en una delicada situación, ya que era el ganador, y una o dos veces el sarcasmo había aflorado a los labios del joven, acusando al poseedor de la banca de desear retirarse de la competencia antes de que él tuviera un golpe de suerte.
Mr. Aaron Cohen, fumando el mejor habano, finalmente se había encogido de hombros y dijo:
—¡Como usted quiera!
Pero a la una y media estaba ya harto del jugador, que siempre perdía y nunca pagaba… Nunca podría pagar, eso pensaba probablemente Mr. Cohen. Así que en aquel momento se negó a seguir aceptando más puestas «promisorias» de Mr. John Ashley. Siguieron unas cuantas palabras acaloradas, rápidamente moderadas por la dirección, que siempre está alerta para evitar la menor sospecha de escándalo.
Mientras tanto Mr. Hatherell, con gran sensatez, persuadió al joven Ashley a que abandonase el Club y todas sus tentaciones y se fuera a casa; a ser posible que se acostase.
La amistad de los dos jóvenes, que era bien conocida en la alta sociedad, consistía sobre todo, según parece, en que Walter Hatherell era el compañero complaciente y asistente de John Ashley en sus insensatas y extravagantes travesuras. Pero aquella noche este, al parecer sosegado tardíamente por sus terribles y cuantiosas pérdidas, permitió que su amigo lo apartase del escenario de sus desastres. Eran entonces alrededor de las dos menos veinte.
Al llegar a ese punto, la situación se puso interesante —continuó el hombre del rincón, preocupado como era costumbre en él—. No es de extrañar que la policía interrogase al menos a una docena de testigos antes de asegurarse de manera correcta de que cada declaración estuviera concluyentemente comprobada.
Walter Hatherell, después de una ausencia de unos diez minutos, es decir a las dos menos diez, regresó al salón del club. En respuesta a varias preguntas, dijo que había tenido que despedirse de su amigo en la esquina de New Bond Street, ya que él parecía estar deseando quedarse solo, y que Ashley le dijo que daría una vuelta por Piccadilly antes de regresar a casa… Pensaba que un paseo le sentaría bien.
A las dos en punto, o más o menos, Mr. Aaron Cohen, satisfecho de su labor aquella noche, dejó de ser banquero y, metiéndose en el bolsillo sus cuantiosas ganancias, inició su paseo de vuelta a casa, mientras que Mr. Walter Hatherell abandonó el club media hora más tarde.
Exactamente a las tres en punto se oyeron en Park Square West los gritos de «Asesinato» y el estampido de armas de fuego, y encontraron a Mr. Aaron Cohen estrangulado fuera de la verja del jardín.
A primera vista el asesinato en Regent’s Park pareció, tanto a la policía como al público, uno de esos crímenes absurdos y torpes, por supuesto obra de un principiante, y desde luego sin objeto, visto que, sin ninguna dificultad, podía llevar inevitablemente al patíbulo a sus autores.
Comprenderá usted que se ha establecido un motivo.
—Busquen a quien saque provecho del crimen —dicen nuestros confrères [3] franceses. Pero había algo más que eso.
El agente de policía James Funnell, en su ronda, dejó Portland Place y se internó en Park Crescent unos pocos minutos después de haber oído que el reloj de la Holy Trinity Church de Marylebone daba las dos y media. En aquellos momentos la niebla no era quizás tan espesa como fue más tarde por la mañana, y el policía vio a dos caballeros con abrigos y sombreros de copa cogidos del brazo apoyados en la verja de la plaza, cerca de la entrada. No pudo distinguir sus rostros, sin duda debido la niebla, pero oyó que uno de ellos le decía al otro:
—No es más que una cuestión de tiempo, Mr. Cohen. Sé que mi padre pagará el dinero por mí, y usted no perderá nada si espera.
Aparentemente el otro no respondió a eso, y el policía siguió para adelante; cuando regresó al mismo sitio, después de haber finalizado su ronda, los dos caballeros habían desaparecido, pero más tarde fue cerca de esa misma entrada donde se encontraron las dos llaves mencionadas en la investigación.
Otro hecho interesante —añadió el hombre del rincón, con una de esas sarcásticas sonrisas suyas que Polly no acababa de explicarse— fue el hallazgo del revólver en el escenario del crimen. Al mostrarle ese revólver, el ayuda de cámara de Mr. Ashley declaró bajo juramento que pertenecía a su señor.
Todos estos hechos establecen, desde luego, una excelente, y por ahora ininterrumpida, serie de pruebas circunstanciales en contra de Mr. John Ashley. No es de extrañar, por tanto, que la policía, plenamente satisfecha del trabajo de Mr. Fisher y el suyo propio, solicitara un mandamiento judicial en contra del joven, y lo arrestase en su piso de Clarges Street una semana después de que se cometiera el crimen.
Lo cierto es que, como usted bien sabe, la experiencia me ha enseñado siempre que cuando un asesino parece especialmente insensato y torpe, y las pruebas en contra de él específicamente irrecusables, es cuando la policía debe evitar a toda costa los riesgos.
Pues bien, si en este caso John Ashley hubiese cometido en efecto el asesinato en Regent’s Park de la manera que sugiere la policía, habría sido un criminal en más de un sentido, pues esa clase de idiotez es en mi opinión peor que muchos crímenes.
La acusación presentó sus testigos uno tras otro en despliegue triunfal. Estuvieron los miembros del Harewood Club, que habían visto el estado de excitación del acusado después de sus cuantiosas pérdidas en el juego a favor de Mr. Aaron Cohen; estuvo Mr. Hatherell, quien, a pesar de su amistad con Ashley, se vio obligado a admitir que se había despedido de él en la esquina de Bond Street veinte minutos antes de las dos, y no lo había vuelto a ver hasta que regresó a casa a las cinco.
Luego llegó el testimonio de Arthur Chipps, ayuda de cámara de John Ashley. Resultó ser de una índole muy sensacional.
Declaró que, la noche en cuestión, su señor llegó a casa unos diez minutos antes de las dos. Chipps todavía no se había acostado. Cinco minutos más tarde Mr. Ashley volvió a salir, diciendo al ayuda de cámara que no lo esperase. Chipps no sabría decir a qué hora habían regresado a casa ninguno de los dos jóvenes caballeros.
Esa breve vuelta a casa —presumiblemente para buscar el revólver— se consideró muy importante, y a los amigos de Mr. John Ashley les pareció que su caso era poco menos que desesperado.
El testimonio del ayuda de cámara y el de James Funnell, el agente de policía, que había oído por casualidad la conversación cerca de la verja del parque, eran sin duda alguna las dos pruebas más irrecusables contra el acusado. Le aseguro que aquel día yo estaba pasando un momento especial. Hubo dos rostros en la audiencia que me procuraron el mayor placer que había tenido en muchos días. Uno de ellos era el de Mr. John Ashley.
Esta es su foto: bajo, moreno, atildado, de estilo un poco «salado», pero por lo demás parece hijo de un granjero acaudalado. Estuvo muy callado y apacible ante el tribunal, y de vez en cuando dirigió unas cuantas palabras a su abogado. Escuchó con seriedad, y un ocasional encogimiento de hombros, el relato del crimen, tal como lo había reconstruido la policía, ante una audiencia emocionada y horrorizada.
Mr. John Ashley, enloquecido y frenético por sus terribles dificultades económicas, en primer lugar había ido a su casa en busca de un arma, luego aguardó emboscado en alguna parte a Mr. Aaron Cohen cuando dicho caballero regresaba a su casa. El joven había implorado el aplazamiento de la deuda. Mr. Cohen quizás se mostró inflexible; pero Ashley lo siguió importunando casi hasta la puerta de su casa.
Allí, viendo a su acreedor decidido en definitiva a cortar en seco la desagradable entrevista, había agarrado al malogrado hombre por detrás en un momento de descuido, y lo estranguló; luego, temiendo que su vil acción no se hubiera consumado plenamente, había disparado dos veces al cuerpo ya muerto, fallando en ambas ocasiones de pura excitación nerviosa. El asesino después debió de haber vaciado los bolsillos de su víctima y, al encontrar la llave del jardín, pensó que sería un modo seguro de evitar su captura cruzar la plaza por debajo del túnel y salir directamente por la puerta más lejana que da a Portland Place.
La pérdida del revólver fue uno de esos accidentes imprevistos que una Providencia justiciera pone en el camino de los bellacos, entregándolo en manos de la justicia humana por su propio acto de desatino.
Sin embargo, Mr. John Ashley no parecía en absoluto estar impresionado por el relato de su crimen. No había contratado los servicios de uno de los abogados más eminentes, experto en sacar contradicciones a los testigos mediante hábiles repreguntas… ¡Ay, por Dios, no! Se había contentado con los de un lerdo, aburrido, muy mediocre representante de la ley, que, cuando citaba a sus testigos, era completamente ajeno a cualquier deseo de causar sensación.
Se levantó de su asiento discretamente y, en medio de un intenso silencio, citó al primero de los tres testigos a favor de su cliente. Citó a tres caballeros, pero podría haber presentando una docena, miembros del Ashton Club de Great Portland Street, todos los cuales declararon bajo juramento que a las tres de la mañana del seis de febrero, es decir, en el momento mismo en que los gritos de «Asesinato» despertaron a los vecinos de Park Square West, y se estaba cometiendo el crimen, Mr. John Ashley estaba tranquilamente sentado en las salas de reunión del Ashton Club jugando al bridge con tres testigos. Había llegado unos cuantos minutos antes de las tres (como testificó el portero del club) y se quedó durante una hora y media aproximadamente.
Huelga decir que esta indudable alibi [4], sobradamente confirmada, causó una verdadera sensación en el baluarte de la acusación. Ni siquiera los más consumados criminales podían estar en dos lugares a la vez, y aunque el Ashton Club infringe en varios aspectos las leyes del juego de nuestro muy virtuoso país, sus miembros pertenecen a las mejores, más irreprochables clases de la sociedad. Mr. Ashley había sido visto y confirmado en el momento mismo del crimen por, al menos, una docena de caballeros cuyo testimonio estaba sin lugar a dudas por encima de toda sospecha.
El comportamiento de Mr. John Ashley durante toda esta asombrosa fase de la investigación siguió siendo de una tranquilidad y corrección perfectas. No había la menor duda de que el convencimiento de poder probar su inocencia con tan absoluta conclusión había calmado sus nervios durante todo el proceso.
Sus respuestas al magistrado fueron claras y simples, incluso sobre el delicado tema del revólver.
—Abandoné el club, señor —explicó—, completamente decidido a hablar a solas con Mr. Cohen para pedirle un aplazamiento en el pago de mi deuda con él. Comprenderá usted que no me atreviera a hacerlo en presencia de otros caballeros. Fui a mi casa y permanecí en ella durante uno o dos minutos, pero no para buscar el revólver, como afirma la policía, pues siempre llevo encima uno cuando hay niebla, sino para ver si en mi ausencia había llegado una carta de negocios muy importante.
—Luego volví a salir, y me encontré con Mr. Cohen muy cerca del Harewood Club, anduve con él gran parte del camino y nuestra conversación fue de lo más amistosa. Nos despedimos en plena Portland Place, cerca de la entrada a la plaza, donde el policía nos vio. Mr. Cohen tenía entonces la intención de atravesar la plaza, por ser el camino más corto para llegar a su casa. Pensé que la plaza parecía oscura y peligrosa por la niebla, sobre todo porque Mr. Cohen llevaba una gran suma de dinero.
—Tuvimos una corta discusión sobre aquel asunto, y finalmente lo convencí de que tomase mi revólver, pues yo iba a regresar a casa pasando solo por calles muy frecuentadas, y además no llevaba nada que mereciese la pena robar. Tras una pequeña vacilación, Mr. Cohen aceptó el préstamo de mi revólver, y así es como llegó a encontrarse en el mismo escenario del crimen; finalmente me despedí de Mr. Cohen unos cuantos minutos después de haber oído al reloj de la iglesia dar las tres menos cuarto. A las tres menos cinco me encontraba en la confluencia de Oxford Street con Great Portland Street, y tardé por lo menos diez minutos para ir andando desde allí hasta el Ashton Club.
Esta aclaración era todavía más verosímil, fíjese bien, porque la cuestión del revólver nunca había sido explicada de modo satisfactorio por la acusación. Un hombre que ha estrangulado eficazmente a su víctima no dispararía dos balas de su revólver sin otro motivo aparente que el de llamar la atención del transeúnte más próximo. Era mucho más probable que fuese Mr. Cohen quien disparó al aire…, quizás en un arrebato, cuando de pronto lo atacaron por detrás. Por consiguiente, la explicación de Mr. Ashley no solo era plausible, era la única posible.
Comprenderá usted por tanto que, después de un interrogatorio de casi media hora, el magistrado, la policía y el público estuvieran igualmente encantados de proclamar que el acusado abandonase la corte sin mancha alguna en su reputación.
—Sí —interrumpió Polly con vehemencia, ya que, por una vez, su perspicacia había sido al menos tan aguda como la del hombre del rincón—, pero la sospecha de aquel crimen horrible solo desplazó el desdoro de un amigo a otro y, por supuesto, sé…
—Pero ahí está —lo interrumpió él discretamente—, usted no sabe…; se refiere, por supuesto, a Mr. Walter Hatherell. También a algún otro al mismo tiempo. El amigo, débil y complaciente, que comete un crimen en nombre de su amigo cobarde pero más asertivo que lo ha incitado al mal. Era una buena teoría; y fue defendida bastante mayoritariamente, supongo, incluso por la policía.
Digo «incluso» porque se esforzaron mucho para levantar una causa contra el joven Hatherell, pero la mayor dificultad la encontraron con la hora. A la misma hora en que el policía había visto a los dos hombres fuera de Park Square, Walter Hatherell seguía todavía en el Harewood Club, que no abandonó hasta las dos menos veinticinco. Si hubiese querido acechar y robar a Aaron Cohen, sin duda no habría esperado hasta la hora en que presumiblemente este ya había llegado a su casa.
Además, veinte minutos es un tiempo increíblemente escaso para ir andando de Hanover Square a Regent’s Park sin la posibilidad de atravesar las plazas, buscar a un hombre, cuyo paradero no podía determinar en veinte yardas o algo así, tener una discusión con él, asesinarlo y registrar sus bolsillos. Además, no tenía ningún motivo.
—Pero… —dijo Polly pensativa, pues recordó en aquel preciso instante que el asesinato en Regent’s Park, como popularmente lo habían llamado, seguía siendo un misterio tan impenetrable como no había habido ningún otro en los anales de la policía.
El hombre del rincón torció completamente a un lado su extraña cabeza como de pájaro y la miró, muy divertido aparentemente por su perplejidad.
—¿No comprende usted cómo se cometió el asesinato? —le preguntó, sonriendo socarronamente.
Polly no tuvo más remedio que admitir que no lo comprendía.
—Si por casualidad usted se hubiese encontrado en la difícil situación de Mr. John Ashley —persistió—, ¿no hubiese procurado poder acabar convenientemente con Mr. Aaron Cohen, embolsarse sus ganancias, y después manejar completamente a su antojo a la policía de su país confirmando una alibi indiscutible?
—No podría arreglar convenientemente —replicó ella— estar al mismo tiempo en dos sitios diferentes separados media milla.
—¡No! Admito realmente que no podría hacerlo a menos que tuviera también un amigo…
—¿Un amigo? Pero usted dice…
—Yo digo que admiraba a Mr. Ashley, pues fue su cabeza la que planeó todo, pero no podía llevar a cabo el fascinante y terrible drama sin la ayuda de unas manos dispuestas y capaces.
—Aun así… —protestó ella.
—Primera cuestión —empezó él a decir muy excitado, jugueteando con su inevitable trozo de cuerda—. John Ashley y su amigo Walter Hatherell abandonaron el club juntos, y juntos decidieron el plan de campaña. Hatherell regresó al club y Ashley fue a buscar el revólver… el revólver que desempeñó un papel tan importante en el drama, pero no el que le atribuyó la policía. Pues bien, tratemos de seguir de cerca a Ashley cuando seguía los pasos de Aaron Cohen. ¿Usted cree que entabló conversación con él? ¿Que anduvo a su lado? ¿Que le pidió aplazar la deuda? ¡No! Lo siguió a escondidas y le agarró por la garganta, como suelen hacer los que estrangulan para robar cuando hay niebla. Cohen era apopléjico, y Ashley joven y fornido. Además, tenía intención de matar…
—Pero dos hombres conversaron fuera de la verja de la plaza —protestó Polly—, uno de ellos era Cohen y el otro Ashley.
—Discúlpeme —dijo el hombre del rincón, saltando de su asiento corrido como una mona—, no hubo dos hombres hablando fuera de la verja de la plaza. Según el testimonio del agente de policía James Funnell, había dos hombres con los brazos cruzados apoyados en la verja y uno de ellos estaba hablando.
—Entonces usted cree que…
—En el momento en que James Funnell oyó que el reloj de la Holy Trinity daba las dos y media, Aaron Cohen ya estaba muerto. Mire qué sencillo es todo —añadió entusiasmado— y qué fácil a partir de entonces…, fácil, pero ¡ay, por Dios!, qué maravillosa, extraordinariamente ingenioso. En cuanto pasa James Funnell, John Ashley, tras abrir la puerta, recoge del suelo el cadáver de Aaron Cohen y atraviesa la plaza llevándolo en los brazos. La plaza está desierta, por supuesto, además el camino es bastante fácil y debemos suponer que Ashley lo había hecho antes. En cualquier caso, no había ningún riesgo de encontrarse con alguien.
Mientras tanto, Hatherell había abandonado el club: tan rápido como sus piernas de atleta pueden llevarlo, recorre a toda prisa Oxford Street y Portland Place. Los dos bellacos habían acordado dejar cerrada la puerta de entrada a la plaza.
Pisándole los talones a Ashley, Hatherell cruza la plaza y llega a la otra puerta a tiempo para echarle una mano a su cómplice para colocar el cadáver contra la verja. Acto seguido, sin demorarse ni un instante, Ashley vuelve a cruzar corriendo los jardines, directamente al Ashton Club, y arroja las llaves del hombre muerto, en el mismo sitio donde había procurado que lo viese y lo oyera un transeúnte.
Hatherell da a su amigo seis o siete minutos de ventaja, luego inicia el altercado que dura dos o tres minutos, y finalmente despierta al vecindario gritando «Asesinato» y con la detonación de una pistola para establecer que el crimen fue cometido cuando su autor ya se ha procurado una alibi incontrovertible.
No sé lo que usted piensa de todo esto, claro está —añadió la rara criatura mientras buscaba su abrigo y sus guantes—, pero para mí la planificación de ese asesinato (viniendo de principiantes, nada menos) es una de las estrategias más astutas con las que me he encontrado. Es uno de esos casos en los que no hay ninguna posibilidad de culpar del crimen al autor o a su cómplice. No han dejado una sola prueba tras ellos; han previsto todo, y cada uno ha desempeñado su papel con una serenidad y un valor que, aplicado a una causa grande y buena, convertiría a ambos en magníficos estadistas.
Por lo que, me temo, no son más que un par de sinvergüenzas que han escapado a la justicia humana, y solo merecen la plena e incondicional admiración de usted muy sinceramente.
Se esfumó. Polly quiso hacerlo volver, pero su flaca figura ya no era visible a través de la puerta de cristales. Había muchas cosas que habría deseado preguntarle: ¿qué pruebas, qué datos tenía? Eran sus teorías, en definitiva, pero, lo cierto es que, ella presentía que había resuelto una vez más uno de los más enigmáticos misterios de la gran criminalidad londinense.
[1] Se trata de un rincón del salón de té de la cadena A. B. C. (Aerated Bread Company), situado en Norfolk Street, en pleno Strand londinense. <<
[2] Master of Foxhounds = Cazador Mayor. <<
[3] En francés en el original: «colegas». <<
[4] En francés en el original: «coartada».