El escritor nacional Macedonio Fernández, maestro de Borges y Scalabrini Ortiz, fue un gran admirador de Franz Kafka. Eligió, para introducirnos en la obra dle autor de La Metamorfosis, estos cuenos para introducirnos en el. Los reproducimos bajo su traducción.
“El Buitre”
Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya me había destrozado los zapatos y los
calcetines, y ahora ya me picoteaba los pies. Siempre daba un picotazo, volaba en círculos
inquietos alrededor y luego continuaba su obra. Llegó un señor, se quedó mirando un
momento y me preguntó por qué aguantaba yo al buitre.
-Estoy desamparado -le dije-; llegó y comenzó a darme picotazos; yo traté de espantarlo y
hasta pensé torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy salvajes y quería írseme a la
cara. Decidí sacrificar mis pies; ahora casi me los ha destrozado.
-No se deje sacrificar -dijo el señor-; basta un tiro y el buitre se terminó.
-¿Cree usted? -pregunté-, ¿quiere ayudarme en este trance?
-Con mucho gusto -dijo el señor-; sólo tengo ir a casa a buscar el revólver, ¿podrá usted
aguantar media hora más?
-No lo sé -respondí, y por un momento quedé rígido de dolor; luego añadí-: por favor,
inténtelo de todas maneras.
-Bien -respondió el señor-, voy a apurarme con mi revólver.
El buitre había escuchado con calma nuestro diálogo, mirándonos al señor y a mí. De
repente me di cuenta que había entendido todo; voló un poco, retrocedió para darse el
impulso necesario, y como un atleta que arroja la jabalina ensartó el pico en mi boca, hasta
el fondo. Al irme de espaldas sentí como me liberaban; que en mi sangre, que llenaba todas
las profundidades y que rebasaba todos los límites, el buitre, inexorablemente, se ahogaría.
“El Escudo de la Ciudad”
Al comienzo no faltó el orden en los preparativos para construir la Torre de Babel; orden en
exceso quizá. Se preocuparon demasiado de los guías e intérpretes, de los alojamientos para
obreros, y de vías de comunicación, como si para la tarea hubieran dispuesto de siglos. En
aquella época todo el mundo pensaba que se podía construir con mucha calma; un poco
más y habrían desistido de todo, hasta de echar los cimientos. La gente se decía: lo más
importante de la obra es la intención de construir una torre que llegue al cielo. Lo otro, es
deseo, grandeza, lo inolvidable; mientras existan hombres en la tierra, existirá también el
ferviente deseo de terminar la torre. Por lo cual no tiene que inquietarnos el porvenir. Por lo
contrario, pensemos en el mayor conocimiento de las próximas generaciones; la
arquitectura ha progresado y continuará haciéndolo; de aquí a cien años el trabajo que ahora
nos tarda un año se podrá hacer seguramente en unos meses, más durable y mejor. Entonces
¿Para qué agotarnos ahora? El empeño se justificaría si cupiera la posibilidad de que en el
transcurso de una generación se pudiera terminar la torre. Cosa totalmente imposible; lo
más probable será que la nueva generación, con sus conocimientos más perfeccionados,
condene el trabajo de la generación anterior y destruya todo lo construido, para comenzar
de nuevo. Esas lucubraciones restaron energías, y se pensó ya menos en construir la torre
que en levantar una ciudad para obreros. Mas cada nacionalidad deseaba el mejor barrio, lo
que originó disputas que terminaban en peleas sangrientas. Esas peleas no tenían ningún
objeto; algunos dirigentes estimaban que demoraría muchísimo la construcción de la torre,
y otros, que más convenía aguardar a que se restableciera la paz. Pero no solo ocupaban el
tiempo en pelear; en las treguas embellecían la ciudad, lo que a su vez daba motivo a
nuevas envidias y nuevas polémicas. Así transcurrió el tiempo de la primera generación,
pero ninguna de las otras siguientes tampoco varió; solo desarrollaron más la habilidad
técnica, y unido a eso, la belicosidad. A pesar de que la segunda o tercera generación
comprendió lo insensato de construir una torre que llegara al cielo, ya estaban todos
demasiado comprometidos para dejar abandonados los trabajos y la ciudad.
En todas sus leyendas y cantos, esa ciudad tiene la esperanza de que llegue un día,
especialmente vaticinado, en el cual cinco golpes asestados en forma sucesiva por el puño
de una mano gigantesca, destruirán la mencionada ciudad. Y es por eso que el puño aparece
en su escudo de armas.
“El Puente”
Yo era rígido y frío, yo estaba tendido sobre un precipicio; yo era un puente. En un extremo
estaban las puntas de los pies; al otro, las manos, aferradas; en el cieno quebradizo clavé los
dientes, afirmándome. Los faldones de mi chaqueta flameaban a mis costados. En la
profundidad rumoreaba el helado arroyo de las truchas. Ningún turista se animaba hasta
estas alturas intransitables, el puente no figuraba aún en ningún mapa. Así yo yacía y
esperaba; debía esperar. Todo puente que se haya construido alguna vez, puede dejar de ser
puente sin derrumbarse.
Fue una vez hacia el atardecer -no sé si el primero o el milésimo-, mis pensamientos
siempre estaban confusos, giraban siempre en redondo; hacia ese atardecer de verano;
cuando el arroyo murmuraba oscuramente, escuché el paso de un hombre. A mí, a mí.
Estírate puente, ponte en estado, viga sin barandales, sostén al que te ha sido confiado.
Nivela imperceptiblemente la inseguridad de su paso; si se tambalea, date a conocer y,
como un dios de la montaña, ponlo en tierra firme.
Llegó y me golpeteó con la punta metálica de su bastón, luego alzó con ella los faldones de
mi casaca y los acomodó sobre mí. La punta del bastón hurgó entre mis cabellos
enmarañados y la mantuvo un largo rato ahí, mientras miraba probablemente con ojos
salvajes a su alrededor. Fue entonces -yo soñaba tras él sobre montañas y valles- que saltó,
cayendo con ambos pies en mitad de mi cuerpo. Me estremecí en medio de un salvaje
dolor, ignorante de lo que pasaba. ¿Quién era? ¿Un niño? ¿Un sueño? ¿Un salteador de
caminos? ¿Un suicida? ¿Un tentador? ¿Un destructor? Me volví para poder verlo. ¡El
puente se da vuelta! No había terminado de volverme, cuando ya me precipitaba, me
precipitaba y ya estaba desgarrado y ensartado en los puntiagudos guijarros que siempre mehabían mirado tan apaciblemente desde el agua veloz