Una de las grandes banderas del liberalismo argentino, fomentador de los intereses foráneos antes que los argentinos, fue, durante gran parte de nuestra historia, la Constitución. Pareciera ser ésta una expresión mágica: bastaría pronunciarla para que cesaran los males del país. Como Rosas no creyó en ella, la Constitución fue la gran bandera para luchar contra el tirano, y era de ley que cada vez que Rosas se enzarzaba en una guerra extranjera algún general se aliaba al enemigo con el patriótico propósito de dar una Constitución a los argentinos. Así lo hizo Lavalle apoyando a los franceses en 1838. Paz en apoyo de los ingleses en 1845, y acababa de hacerlo Urquiza al pasarse a los brasileños en 1851. Este verdadero fetiche goza de un enorme prestigio que sin embargo es derrumbado como un castillo de arena por José María Rosa en el presente ensayo. No sólo devuelve a la realidad histórica el propio acto constitucional, sino que deja en ridículo a sus antecedentes en el pensamiento de Alberdi, a sus representantes y a las improvisadas reuniones que le dieron forma.
J.M. Rosa hace notar lo fuertemente racista que eran las ideas de Alberdi. Para éste la población de Argentina era inferior a la anglosajona, y en su “gobernar es poblar”, borrado de algunas ediciones modernas, dejaba implícito que el criollo instruido no valía un inglés analfabeto: no era un problema de educación sino de estirpe. Hasta tal punto llegan sus delirios, que incluso proponía que el extranjero diligente y hábil fecundara nuestras mujeres e hiciera prosperar la tierra. De espaldas a la realidad, basándose en una Inglaterra que evidentemente desconocía totalmente, soñaba con nuestros ríos adornados con las banderas de los distintos países ondeando, poniendo al Támesis como ejemplo mientras allí no podía ondear otra bandera que no sea la inglesa, o ignorando que el Acta de Navegación de Cronwell que cerraba los puertos a los barcos extranjeros fue el origen del poderío marítimo inglés.
Tampoco su adorada Constitución de California tenía mucho que ver con la realidad. Aquello que él creía la fuente del progreso no era más que letra muerta en un lugar que sólo se respetaba la ley del revólver y que si tenía progreso este se debía más a la fiebre del oro que a su Constitución. Prácticamente lo contrario de lo que él entendía era la realidad: los habitantes tenían solamente los derechos “inherentes a la condición humana”. Aquello de hablar, escribir y publicar libremente sus pensamientos, que la “reaccionaria” Constitución de Chile permitía al argentino Alberdi, la “civilizada” de California prohibía a los extranjeros.
Su proyecto para una Constitución era en su mayor parte una traducción literal de la norteamericana. Pero como este amante de lo anglosajón ni siquiera sabía inglés, apenas si pudo basarse en la pésima traducción de García De Sena, siendo la máxima expresión de lo a contramano de sus teorías el que una disposición norteamericana para tolerar la trata de negros en los estados del sur, se convirtiera (por obra conjunta de García de Sena, Alberdi y el Congreso de Santa Fe) en nuestro artículo constitucional que fomenta la inmigración.
En realidad, poco importó que Alberdi renegara en 1863 de sus ideas de 1852 (que encima las volverá a tener en 1880) sino el que su pensamiento encarnó al de la clase dirigente que entregará el país después de Caseros. Su máxima será que la paz nos vale el doble que la gloria, que es preferible vivir sin honor, pero con dinero (siendo este último en realidad nada más que para la clase dirigente).
La presente edición incluye el primer estudio de José María Rosa sobre la Constitución del 53, como estatuto de dependencia, que apareció en 1942 en 3 ediciones sucesivas de la Revista del Instituto Juan Manuel de Rosas. Pudiéndose apreciar en “Nos, los representantes del pueblo” cómo aquellos supuestamente honorables constituyentes no eran más que figurones de poderes más oscuros que lo que el democrático discurso pretendía. Bien puesto tenían el mote de “alquilones” con que los llamaban, pues no solo muchos de los representantes no eran siquiera nativos de la provincia que los “enviaba”, sino que había desde los que nunca habían pisado el suelo del lugar que representaban hasta los que no sabían señalarlo en un mapa siquiera.
Con “Las Diez Noches Históricas” deja en evidencia la premura con que todo se tejió; “entre gallos y medianoches” se diría justamente pues las sesiones comenzaban a las 19 hs y solían terminar a las 00 hs. Es un “mérito” inédito y no loado el que, en promedio, aprobaran un artículo cada once minutos y medio, comprendiéndose debate, votación, rectificación y asentamiento en el acta, además de los numerosos cuartos intermedios y los debates ajenos a la tarea constitucional. Con la particularidad de que algunas aprobaciones ni siquiera figuran en acta, lo que de hecho los convierte en ilegales.
El resultado de este desaguisado fue el esperable. Esta “intelectualidad” que vivió siempre de espaldas al pueblo, sordos y ciegos a la realidad que los rodeaba, que discutían la excelencia de esta o de aquella forma de gobierno a copiar de Francia o de Estados Unidos, mientras las provincias combatían entre sí, sólo fue capaz de dar palabras “lindas pero inaplicables”, un texto escrito que se aplica a veces y se olvida las más, que no sirve al pueblo sino a las fuerzas plutocráticas.
Desde ya que el país no entró en la vía del progreso como prometieron, ni hubo la paz que valía más que la gloria, ya que las guerras se sucedieron año tras año en forma más cruenta aún que en la época de Rosas. Esta minoría culta no comprendió el estatuto no escrito que regía en la época del Restaurador y que unía espiritualmente al país. Ni siquiera al sufragio popular que existía en Argentina durante la época de los Caudillos mientras en Europa sólo votaban unos pocos, incapaces de comprender lo que no estaba escrito en los libros extranjeros de derecho teórico.
La paradoja fue que los liberales terminaban gobernando con el estado de sitio que votaron en la Constitución que el Dictador no les dió y que les terminaba dando un poder mayor del que Rosas tenía, pero sin la valentía de confesar la suma del poder público ni el prestigio del Gran Caudillo. El presidente es así un dictador por seis años, pero es un mal dictador pues puede gobernar de espaldas al pueblo. Y es elegido, no por la voluntad del pueblo, no por eclosión maravillosa y magnífica del démos, como fue elegido Rosas, sino por fuerzas tenebrosas que se mueven tras bastidores.
Con el fetiche de la Constitución, la “organización” sucedió a la “Restauración”: organización de las fuerzas tenebrosas que ahogaron todo impulso de restaurar los antiguos valores espirituales y económicos de la Patria.
Bobby García.
El libro comienza así: Dedicatoria